domingo, 16 de septiembre de 2012

XLV

                                Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.


Su cuerpo de fuego y de noche
se estrellaba entre mis brazos
como el cielo nocturno del verano;
y mis manos recorrían,
estrella por estrella,
la senda que atravesaba su piel;
y mis manos dibujaban,
estrella por estrella,
constelaciones antiguas ya olvidadas.
Yo amaba aquel cielo,
estrella por estrella,
cada centímetro del laberinto de su mirada.
Y rogaba, no sé a quién,
tal vez a una diosa disfrazada
de pequeña morena con la luna en la sonrisa,
que aquel cielo infinito fuese realmente eterno.
Rogaba por aquella flor,
silvestre e indomable,
que habitaba mi jardín hasta entonces estéril.
Pero ahora, como una yegua preñada de fuego y noche,
cabalga lejos sobre la luna nueva de sus ojos
llevándose la antorcha que iluminba mis labios.
Collige, virgo, rosas de jardines lejanos
y olvida a quien, pese a todo, no olvida.